La forma en la que se entiende el comportamiento humano tiene una relevancia enorme en los métodos que se diseñan para regularlo. Pareciera obvio que, entonces, la explicación detrás del comportamiento individual y social debería ser una discusión importante cuando se plantean políticas públicas. Sin embargo, no lo es: en realidad, los diseñadores de políticas públicas y los tomadores de decisiones tienen ideas sobre el comportamiento humano que no ponen en tela de juicio; utilizan estas perspectivas como nociones a priori (es decir, como ideas fundamentales que no están sujetas a validación).
Esto es un problema, pues existe una noción falsa sobre el comportamiento humano que domina la esfera de la política y la toma de decisiones: la idea de que la conducta humana proviene del individuo y, por lo tanto, cada persona es responsable de sus acciones; según esta perspectiva, la realidad social es entendida como la suma de las motivaciones e intereses personales de los individuos que la conforman.
Esta perspectiva es denominada en la literatura académica como monocausalidad (Dupré y O’Neill, 1998) y es la idea fundamental detrás de la teoría económica clásica, que entiende a los seres humanos como homo economicus (Reckwitz, 2002), es decir, seres racionales que buscan maximizar beneficios y reducir costos. En el diseño de políticas públicas, esta perspectiva resulta ser conveniente desde un punto de vista metodológico, pues la monocausalidad aísla al comportamiento humano a una única variable (el individuo) y, de este modo, los modelos que se utilizan para predecirlo y explicarlo son mecánicos y aritméticos (esta es la noción detrás de la utilización de multas y sanciones como una estrategia para regular nuestro comportamiento: si los humanos somos seres económicos que buscan maximizar ganancias y reducir costos, entonces una multa económica funciona para dirigir y modificar nuestro comportamiento).
Sin embargo, como se mencionó anteriormente, la monoscausalidad es una noción falsa. En este sentido, esta perspectiva teórica reposa sobre la suposición filosófica de que los seres humanos poseen libre albedrío y, a pesar de que la existencia o no del libre albedrío es una discusión filosófica que la humanidad ha tenido durante siglos, la investigación que se ha hecho desde la neurociencia y la psicología durante las últimas décadas apunta a que el libre albedrío se trata de una ilusión, es decir, una idea falsa sobre la realidad que, sin embargo, se ha insertado en el sentido común de las personas (Harris, 2012; Gazzaniga, 2011; Haggard, 2008; Wegner, 2002; Strawson, 1994)
La inexistencia del libre albedrío tiene repercusiones enormes para la ética y la política, y esta discusión tan importante no debería centrarse en el debate sobre el diseño de políticas públicas. Sin embargo, un buen primer paso es reconocer que la ciencia social ha caído en una trampa metodológica sobre la comprensión del comportamiento humano; en este tenor, se deben modificar los métodos para tratar de regularlo.
En este orden de ideas, existen perspectivas teóricas que han asumido la inexistencia de la monoscausalidad y han propuesto explicaciones alternativas sobre la realidad social. Algunas de estas plataformas teóricas son la Teoría del actor-red y la Teoría de las prácticas sociales (Reckwtiz, 2002). De manera muy general, estas perspectivas entienden al comportamiento humano como una interacción entre el cuerpo de los individuos y el ambiente en el que habitan, creando un sistema complejo e irreducible a causalidades únicas, pues, en esta interacción, las variables son infinitas.
Es necesario que los tomadores de decisiones y los diseñadores de políticas públicas retomen estas discusiones teóricas y utilicen explicaciones alternativas para la realidad social. El planeta está ante una crisis ambiental que requiere urgentemente de un cambio de comportamiento por parte de la especie humana; sin embargo, si se utiliza la monocausalidad como filosofía de entrada para tratar de modificar la conducta humana, entonces los métodos se reducirán únicamente a tratar de influir en la decisión de los consumidores. Esto no puede seguir así, pues esta estrategia ha sido inefectiva hasta ahora. Es momento de un cambio de paradigma en el entender de la realidad social equiparable a la evolución de la física clásica a física cuántica.
Referencias
Dupre, J. & O’Neill, J. (1998). ‘Against reductionist explanations of human behaviour’. Aristotelian Society Supplementary. Volume. 72 (1), 153-172.
Gazzaniga, M. (2011). Free Will and the science of the brain [edición Kindle]. Estados Unidos: Harper Collins Publishers.
Haggard, P. (2008). ‘Human volition: towards a neuroscience of will’. Nature Reviews Neuroscience, vol. 9, 934-946. Disponible en: http://www.sfu.ca/ kathleea/docs/[2008]%20Haggard%20-%20Human%20Volition%20Towards%20a%20Neuroscience%20of%20Will%20Good%201(1).pdf
Harris, Sam (2012). Free Will. Nueva York, Estados Unidos: Free Press.
Reckwitz, A. (2002). ‘Towards a Theory of Social Practices: A Development in Culturalist Theorizing’. European Journal of Social Theory, 5(2), 243-263. Disponible en: http://est.sagepub.com/cgi/doi/10.1177/13684310222225432
Strawson, G. (1994) ‘The impossibility of moral responsibility’. Philosophical studies: an international journal for philosophy in the analytic tradition. 75 (1/2), 5-24.
Wegner, D. (2002). The illusion of conscious will. Londres, Reino Unido: Bradford Books.